10.4.12

Tú allá y yo, no sé...


Te pude ver vestido de luna, todo sonrisa, lleno de astros.

 Y éramos la nada entre cada palabra, así de poderosos en el revoltijo noctámbulo de nuestro silencio.

Una mujer recostada a lo lejos veía las luces que se anclaban en su cuerpo, Tenía nuestros colores, y nuestra música espacial la hacía parecer infinita.

Estando contigo estuve solo, me embriagué con el paisaje para olvidar que tus ojos jugueteaban con el espíritu  de los árboles, que escuchaban los secretos de las piedras y que se ensamblaban a la médula animal corriendo y recorriendo la foresta.

Qué envidia pero, no hay nada que hacer con lo colosal, sólo entregarse y perderse, perderse para invertirse, echar el alma para afuera y dejarla respirar. No, mejor dejarla volar, que se vaya lejos; encontrar el vacio, olvidarse del nombre y volver a ser objeto.

Tú allá y yo, no sé...

Rodeado de todo este grosero verde.

Tú allá y yo, no sé…

Dibujados por la tibieza anémica de una fogata.

Tú allá y yo, no sé…

Atravesados por el mutismo que nos disparaba el brillo lunar.

Tú allá y  yo, no sé...

4.4.12

Testigo, juez y parte.

Testigo, juez y parte.

Yo bailé desnudo la vez que Juana ardía, yo fui la llamarada tajeando su piel; liberando el dulce hedor a carne de santa chamuscada.

Yo vi el semen del obispo teñir la divinidad con morboso petróleo.

La boba nunca dejó de mirar el cielo.

La ilusa jamás cesó de hilar plegarias en medio de esa luz caníbal.

La egoísta no quiso regalarnos los gritos que anhelábamos para alimentar nuestro onanismo voraz.

Yo entré y salí del costado de un cordero.

Fui el último regalo que le dimos por coronarse de estúpido.

Le vi los ojos girarse a blanco pero, presidiendo a su bufido final, algo voló de su rostro; eran cuervos de arrepentimiento.

El segundo antes de marcharse entendió que la filantropía es anti natura en los oscuros tornados del alma humana.

Yo me vestí con la sangre de cinco millones de vírgenes, hijas de la luna y la hierba, en los tiempos luminosos de la más grotesca ignorancia.

Yo cegué estrellas de seis puntas, sólo por diversión. Escondí al sol debajo de la ceniza, para luego montarlo en los carruseles angelicales de la crueldad.

Yo inflé los estómagos de un continente, donde vive el diamante, donde muere el origen.

Enseñé el arte de la matanza a las manos pequeñas de los niños.

Me comí el cuero seco de la necesidad.

Convencí al desierto para que tomara por suyo también el espíritu de los hombres.

Yo he hecho titilar las hienas cada cierto tiempo para que aplastasen cabezas con sus botas.

El pueblo es una manga de tarados. Siempre he dicho que son mis principales aliados a la hora de hacerlos sufrir.

Oh que bellos son mis hijos, nadando en ceguera e inquina. Topos con hambre; antropófagos por vocación; maquinas de colmillos.

Cómo no amarlos.

Cómo no desear verlos explotar como bolsas de agua contra el cemento.

Números, no son más que números desorientados y fumando rutinas para olvidar que se desvanecen a cada segundo en esta lánguida eternidad.